Por Cuauhtémoc Valdiosera R.
HOY EN DIA todos los gobiernos que presumen de innovadores e incluso entidades supranacionales, como la Organización de Naciones Unidas (ONU) o el Banco Mundial, cuentan con ambiciosos proyectos, por lo menos sobre el papel, cuyo objetivo final sería conectar a Internet a toda los ciudadanos que caminan sobre el planeta y permitir que todos tengan acceso a los beneficios de la sociedad de la información.
Con ello se espera reducir las diferencias entre las clases sociales de los países y, en último término, la enorme distancia entre las naciones ricas y las pobres, lo que viene a llamarse la brecha digital.
Todo desarrollo tecnológico despierta en sus inicios una mezcla de temor y excitación. Esto ocurrió con la imprenta, el ferrocarril o el teléfono. Y lo mismo sucede ahora con Internet.
Aunque el factor digital es nuevo, la brecha existe desde hace mucho tiempo. Hay otras brechas en ciernes: la del acceso a las ventajas de la genética, la del acceso a la nanotecnología, la de los robots... la llegada del futuro siempre genera brechas. En el fondo de todo está la pobreza, pero no hay que perder de vista las distancias culturales: cada uno tiene derecho a vivir su vida.
El concepto de brecha digital es manipulado para promesas políticas y comerciales. Hay cosas más dramáticas que la brecha digital. Por ejemplo, las diferencias en el acceso a los alimentos, a la salud y a la educación. Pero en el fondo toda forma parte de un mismo cuadro.
No basta con enchufar una computadora en una choza para superar la brecha digital. También hay que superar los abismos del contenido y el entendimiento.
Finalmente, más importante que la computadora es la educación.
La brecha digital es más importante para quienes saben que existe que para quienes la ignoran. La brecha digital existe entre personas, entre sectores sociales y entre países.
Aun así, esta perspectiva crítica es necesaria, sobre todo en un momento en el que todos los gobiernos occidentales incluyen la tecnología en sus agendas políticas y hablan hasta cansarse de sus posibilidades como elemento reductor de las desigualdades sociales.
En ningún país del mundo, ni siquiera Estados Unidos, donde 64.4 por ciento de la población se conecta ya a la red -según el Departamento de Comercio estadounidense-, todos los ciudadanos tienen acceso a Internet. En el mundo virtual, como en el de carne y hueso, siempre hay un porcentaje de la población que no disfruta de las ventajas de la mayoría.
Esta desigualitaria implantación es más acuciante en los países subdesarrollados o en vías de desarrollo, donde sólo una ínfima parte de la población tiene acceso a las nuevas tecnologías.
Y las peculiaridades de la tecnología, que favorecen el desarrollo educativo, económico y social, hacen que esta distancia entre info-pobres e info-ricos se acreciente con el tiempo, como denunció recientemente un informe del Consejo Económico y Social (Ecosoc), un organismo de la ONU que ha estudiado el impacto del desarrollo tecnológico en la sociedad moderna.
Frente a esto, los gobiernos e instituciones supranacionales, que depositan una fe ilimitada en la acción regeneradora de las nuevas tecnologías, responden con ambiciosos planes que se traducen en débiles iniciativas.
En la última Cumbre del Milenio convocada por la ONU y celebrada en Nueva York, la pobreza fue uno de los cuatro temas principales tratados por los ponentes. El secretario general de la organización, Kofi Annan, anunció su intención de reducir a la mitad el número de pobres en los próximos 15 años y propuso medidas concretas para reducir la brecha tecnológica.
La pobreza, como todos los años, también tuvo un lugar destacado en la cumbre de Okinawa, en la que participaban los líderes de los ocho países con más peso del planeta. Allí se acordó acelerar el Programa de países pobres fuertemente endeudados, un proyecto impulsado por el Banco Mundial que tiene como objetivo reducir la deuda de los países más pobres y que avanza a paso de tortuga.
A pesar de lo loable de su actitud, las iniciativas parecen insuficientes para alegrar la existencia de 60 por ciento de la población mundial que vive con menos de un dólar al día y que no sabe lo que es llamar por teléfono.
Todo salto tecnológico en la historia ha enfrentado obstáculos geográficos, culturales y económicos que impiden que alcance todas las regiones del planeta de manera uniforme. Esto es exactamente lo que sucede en el inicio de la era digital. Se ha dividido el mundo entre quienes disfrutan, aprenden y se benefician de la tecnología digital, y aquellos que tienen acceso limitado o nulo a ella.
El creciente abismo entre estos dos grupos no solamente significa que las oportunidades serán desiguales, sino que será cada vez más difícil llegar a un entendimiento entre ellos.
Estas dos condiciones pueden llevar fácilmente a la falta de estabilidad, tanto dentro de las naciones como entre ellas. No olvidemos que en la sociedad global los problemas de un país o de un grupo de personas tienen un impacto en los demás, nos guste o no.
A pesar de esta brecha, de una manera o de otra la revolución digital y el desarrollo de la tecnología de la información y las comunicaciones están creando profundos cambios sociales en todo el mundo. Y México no es la excepción.
Conforme la gente encuentra formas más fáciles y económicas de comunicarse entre sí y un mayor flujo de información llega libremente a prácticamente cualquier punto de la tierra, la digitalización promueve mayor capacidad individual y libertad social. Por lo tanto, la digitalización aumenta la complejidad social y política, y exige cambios institucionales radicales.
La nueva red de información disponible choca con las estructuras gubernamentales jerárquicas, requiere el desarrollo de modelos organizativos más parejos y más flexibles. Una estructura de red ya está vigente en la economía global y hasta cierto punto entre naciones.
El gran desafío del siglo XXI es emplear estas tecnologías con inteligencia, para poder articular más rápidamente nuestra economía, así como nuestro sistema político y nuestra sociedad. Debemos establecer redes de cooperación democrática para compartir conocimiento y experiencias, y así enfrentar los problemas más importantes del mundo.
Está claro que en los países en desarrollo -como es el caso de México- la brecha digital genera problemas relacionados con la competitividad económica y un desequilibrio entre la fortaleza económica nacional y el desarrollo de las tecnologías de la información.
Además está contribuyendo a la desigualdad social, ya que los recursos limitados dificultan seguirle el paso a la evolución de la tecnología y distribuirla equitativamente dentro de la sociedad.
Aparentemente, se requieren nuevos conceptos e ideas para superar la brecha digital, tanto para los países desarrollados como para los en desarrollo. Es de vital importancia empezar a crear puentes que nos permitan transitar de un mundo de división digital a un mundo de compartición digital.
En México se esta trabajando en nuestra propia compartición digital, con una estrategia doble, primero ampliando la conectividad a escala nacional y, segundo, mejorando los servicios digitales en los sectores clave, como salud, educación, economía y gobierno, todo por medio del denominado programa E-México. La meta del programa este año es ampliar la conectividad de 300 ciudades o pequeñas comunidades a más de 2 mil 400 municipios en las pequeñas poblaciones. Se espera contar con 10 mil sitios en todo el país, incluso las zonas más remotas conectadas a la red.
Ha sido difícil asimilar la idea de que la conectividad por sí sola no cierra la brecha digital. La administración centralizada del presupuesto tiende a ser extremadamente ineficiente y terriblemente lenta para producir los efectos deseados, y la burocracia todavía socava de muchas formas una gran parte del esfuerzo de la red horizontal del desarrollo del sistema de gobierno.
No ha sido fácil comunicar la idea de que compartir los recursos tecnológicos en una forma generosa crea una oportunidad singular para abrir los nuevos mercados.
Es inevitable que la humanidad evolucione de un mundo de muros y barreras a uno de puentes y encuentros. Por tanto, debemos fomentar la construcción de sistemas e instituciones que puedan cerrar la brecha digital.
Tenemos la obligación política y moral de crear una compartición digital, una sociedad en donde haya una igualdad digital. Un mundo dividido impedirá la creación del valor y seguirá siendo fuente de inestabilidad; dividir significa excluir.
De manera quizás nunca antes vista, la tecnología de la información tiene el poder de profundizar o, por lo menos, de reducir significativamente la brecha digital.
Estados Unidos es líder en tecnología, pero también está consciente de que no puede solucionar los problemas de los demás sin resolver antes los que tienen lugar en el patio de la propia casa: la diferencia, estimada en función del porcentaje de población conectada, entre los hogares de las zonas rurales y los del resto del país se redujo de 4 puntos en 1998 a 2.6 en 2005. Y si el porcentaje de hogares afroamericanos conectados ha crecido en 20 meses de 11.2 por ciento a 23.5, el de hispanos lo ha hecho del 12.6 a 23.6 por ciento.
Sin embargo, el informe del Departamento de Educación estadunidense señala que esta mejoría no se extendía por igual a lo largo de todos los estratos sociales. Después de todo, la distancia entre los hogares afroamericanos conectados y el total del país había crecido 3 puntos durante el mismo periodo (de 15 a 18 por ciento) y la de los hispanos 4.3 puntos (de 13.6 a 17.9 por ciento).
Para Bill Gates hay cosas mucho más importantes que el acceso a la red y las computadoras, pues asegura que 99 por ciento de los beneficios de tener una computadora en casa se disfruta sólo cuando el usuario ha sido educado para utilizarla.
Las ideas de Gates, que pueden sonar extrañas en boca de quien domina un gigantesco emporio tecnológico, son sin embargo coherentes con la actividad de su fundación, la mayor de carácter privado del mundo, que cuenta con un capital de 17 mil millones de dólares para repartir en proyectos médicos y educativos.
El fundador de Microsoft, icono de la sociedad capitalista, tuvo la lucidez de criticar el concepto mismo de brecha digital, ya que según él la mayoría del planeta no dispone de un coche y aun así no se habla de brecha automovilística.
Sin embargo, la actuación del sector privado despierta la suspicacia de quienes creen que los únicos agentes sociales con autoridad moral para intervenir son las organizaciones gubernamentales y aquellas sin ánimo de lucro.
Para muchos, especialmente los que se manifestaron en las calles de Seattle o Praga, la generosidad de las corporaciones que participan en proyectos encaminados a la universalización del disfrute de las nuevas tecnologías es sólo un pretexto que esconde un velado interés económico o incluso publicitario. Después de todo, un pobre hoy también puede ser un cliente mañana.
Sin embargo, los beneficios de proyectos como el de Hewlett-Packard (World e-Inclusión), que planea gastar mil millones de dólares para impulsar el acceso de Internet en los países subdesarrollados, deben ser muy superiores a los riegos de que toda la población rural de la India, por poner un ejemplo, termine siendo cliente de la compañía estadounidense.
Pero el mensaje debe ser el mismo para unos y para otros: no basta con repartir computadoras a la puerta del colegio como si fueran caramelos y luego sentarse a ver a las niñas pasar. Las computadoras e Internet todavía no pueden hacer el trabajo de los políticos, por mucho que ellos quieran.